Cuando traspasé la puerta me retrotraje a una época anterior, donde los chillidos de los niños y esa sensación de desubicación súbita se apoderan de uno hasta darse cuenta de que ha vuelto a una excursión como las que se solían hacer en el colegio. Estábamos adentrados entre un mar de dedos y miradas ingenuas que preguntaban a sus padres de dónde venía aquel bichejo de cuernos enormes llamado antílope o por qué el esqueleto de un murciélago es bien parecido al del ser humano. La vida, la genética y Darwin no dejan de sorprendernos.
Incluso uno, con casi una treintena de años a sus espaldas, todavía disfruta viendo cuán rica es la fauna del planeta. Nunca me había puesto cerca de un facóquero (o eso creo) hasta que que me enfrenté a uno tras una cristalera. Impresionaba aun sabiendo que no iba a mover ni un bigote. Acojonaba un poco también si se le miraba directamente a los ojos. Uno siempre tiene que estar alerta para evitar cualquier ápice de resurrección, que las pelis de zombis y similares son uno de los géneros favoritos de servidor. A veces sufro de excesiva sugestión.
También aprendí, cuando algún niño me dejaba de vez en cuando, que la Antártica es más grande que toda Europa y que Alfonso XIII cazó un oso en Asturias para disecarlo, además de que en Fuengirola se pescó una cría de calamar gigante de siete metros de longitud y que un poco más allá, en San Pedro de Alcántara, una ballena varada terminó volando por el techo del museo. Y muchas cosas más que no os voy a contar para que os desplacéis, bonicos.
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*Imagen propiedad de Taxidermidades.
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