Lo primero que hay que hacer antes de ir a Ámsterdam es investigar qué coño sucede en Ámsterdam cada día. Ese fue nuestro error, el de Javi y el mío, ya que cuando pusimos un pie en la capital de Países Bajos no sabíamos que había un vehículo prioritario por encima incluso de las personas: las bicicletas. Hay más elementos del demonio de esa clase que propios ciudadanos y uno debe andar con mil ojos para evitar ser atropellado en un paso de cebra. Entre tranvía y bicis que no se detienen ni ante un muro de hormigón más vale mirar hacia ambos lados varias veces antes de dar un paso fuera de la calzada. A veces me atreví a desafiarlas y me adelanté, pero tuve que salir corriendo porque los autóctonos de allá vencen al frío y la lluvia, por lo que nosotros no éramos más que unos trozos de carne blanda y propensa a desprenderse en pedazos.
En realidad volamos hacia tierras neerlandesas por un evento de fútbol sala, como era de costumbre, y el cielo de allá nos recibió como a un andaluz nunca gusta que le saluden: con frío, viento y lluvia. Todo a la vez. Al Johan Cryff Arena le daba igual. Si a ello se le suma que uno suele llevar gafas, la coctelera dio como resultado un jueves de verdadera mierda. Tan sólo nos consoló que pudiéramos aprendernos en tiempo récord cómo funciona el transporte público: tren, metro y tranvía, al margen de los autobuses. Con un bono de 24, 48, 72 o 96 horas se puede consumir todo lo que se desee. De transporte público, me refiero. Y fue casi la mejor inversión que hicimos, pues todo lo demás es caro de cojones. Tanto, que el primer tercio de cerveza que nos tomamos fue a 5,50 euros. Y encima te sonríen. Qué majos.
Una vez comimos ese manjar gastronómico único fuera de España, es decir, hamburguesas, sándwiches y pizzas, nos dirigimos a callejear un poco por la ciudad para comprobar qué tal está eso de pasearse entre canales con un frío poco simpático. Además, aderezado con un olor a Marihuana de vez en cuando para endulzar el pésimo tiempo. Más que admirar la capital, uno de los mejores momentos del viaje fue reencontrarme con Jesús, al que no veía desde la universidad y que su experiencia de cinco años allí le permitió contarnos algunas curiosidades. Y después nos llevó a beber cerveza, que era lo que queríamos. Un bar cuyos trabajadores eran exconvictos o personas con problemas para encontrar trabajo. Unas cuatro jarras y un par de raciones de croquetas nos salió por 130 euros. Welkom in Amsterdam!
Esa misma noche nos tomamos unos brownies para ponernos serios y nos reímos un rato para no faltar a la costumbre, ya con Neus reclutada en nuestras filas. El día siguiente fue de transición, como una película en blanco y negro: más lluvia. Comimos con otros soldados del fútbol sala como Sergi, Jose y Antía, a los que después se sumaría Alba. Nos marchamos al Ziggo Dome sin presagiar que, después del histórico Rusia contra Ucrania, nos vendría un déjà vu bastante familiar: España, por tercera ocasión consecutiva, fue eliminada de un gran torneo a manos de Portugal. Bajonazo de repente, negación después, cerveza fuera del horario permitido (las 22 horas, según el Gobierno) y cama para dormir. Fue un día para olvidar.
A la mañana siguiente se arregló la cosa: fuimos a comprar galletas a un sitio súper famoso —según Neus— llamado Van Stapele Koekmakerij. Olía a chocolate que tiraba para atrás. Buen síntoma. Unas horas después estábamos intentando no ser arrollados por una manifestación, como si no tuviéramos suficiente con las bicicletas. El día avanzaba y debíamos apurar si queríamos tomar alguna cerveza antes del cierre por decreto. Por pocas no llegamos a salir del pub porque, al margen de los navajazos propios por comprar alcohol, unos cinco tipos con pintas de albanokosovares drogados creyeron que les estábamos robando. Sus ojos casi se salen de las órbitas y levantaron la mano, pero la buena actuación (y fluido inglés) de Antía sofocaron los ánimos la rebelión. Salimos de allá más contentos que de costumbre, probablemente porque el juego de probabilidades que nos enseñó Jaume nos puso tan piripis que ni el viaje en metro nos calmó.
Lo bueno de irse pronto a la cama es que uno se ve obligado a madrugar a marchas forzadas, lo que nos permitía a Javi y a mí arramplar con el desayuno del hotel para así ahorrarnos la cena. Cogíamos de todo: yogures, fruta, bocadillos y los maravillosos woffles con Nutella que nos salvaban la vida después de un viaje por la cabina de la felicidad. Fue una buena estrategia del señor Rodríguez. El poco tiempo que nos quedó en Ámsterdam lo destinamos a hablar con esa gente que sólo veíamos en este tipo de citas y de paso que Javi se hiciera una foto con Luis Figo, poco antes de que se quejara de la foto que yo le había hecho con Luis Figo.
Con la medalla de bronce en el bolsillo y un nuevo reinado de Portugal, nos marchamos, de nuevo, al hotel. No anticipábamos que unas horas después estaríamos a punto de perder el avión que nos llevaba de vuelta a casa, sudor y carreras de por medio, con nuestros amigos de cartón Joe y Mike —ilusionados por conocer España—. Estas situaciones de frenesí y nervios no hacen otra cosa que ahondar en la amistad. Si las putas bicis de Ámsterdam no han podido con nosotros, nada lo va a hacer.
Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografías tomada del archivo propio.
¡Eh! Salgo en la historia ☺️
ResponderEliminarObvio, fuiste parte importante de que saliéramos intactos de Ámsterdam. 😅
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