Cuando Özil y Di María se marcharon del Real Madrid sentí un vacío de belleza inmenso, como si se despegaran de la corona unas cuantas joyas. Era una relación estilística, más allá de efectividad, la que me unía con esos jugadores. Sin embargo, la marcha del italiano y del croata supone un puñal en el corazón del éxito. Nunca se está preparado para una partida de tales magnitudes después de las alegrías por las cuales han hecho felices a millones de personas. Especialmente en el caso del centrocampista, presente en 28 fotos de campeones (le queda una hipotética vigesimonovena), que llegó con un precio desorbitado para la época: 35 millones de euros. Quién iba a decir que ese precio quedaría diminuto para cualquiera y ridículo para todo el rédito que ha devuelto. Por imágenes icónicas, remontadas inolvidables y exteriores magníficos. Ha desbancado cualquier estadística y mantenido su nivel, especialmente con sus hermanos Casemiro y Kroos. Estos tres mosqueteros abrochan una época dorada del madridismo.
En la orilla, Ancelotti también ha recibido diversas críticas incluso ganando en sus dos etapas. Así de exigentes son los aficionados al deporte y sobre todo al fútbol. Según el resultado, las cualidades del italiano pasaron de ser alineador a maestro de gestión de vestuario a un nefasto autor de cambios. El que suscribe estos párrafos es incapaz de calificar el rigor táctico de un entrenador tan exitoso, por lo que me limito a decir si un jugador me gusta o no. Nada de posibles estrategias para abrir la defensa del equipo contrario o romper líneas contrarias. Si no, cualquiera podría ser un técnico de élite y poner su nombre en lo más alto del Olimpo futbolístico. La realidad es que, le pese a quien le pese, triunfar en la élite es un cúmulo de diferentes variables que incluyen el conocimiento, la suerte y la toma de decisiones.
Lucas Vázquez podría estar al mismo nivel por los trofeos conseguidos. Sin embargo, su ayuda ha sido auxiliar en los términos de morder metal. Para siempre quedará la imagen de malabarismos con una pelota de camino al lanzamiento de un penalti en una final de Champions League contra el Atlético de Madrid. Esos fotogramas resumen el juego que era para el gallego, la tranquilidad de tener en sus manos todos los corazones (colchoneros y merengues) y el hueco que dejó en casa uno de ellos. Su papel es imborrable. Los tres lo son.
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*Fotografía tomada de RFI.
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