Páginas

domingo, 1 de diciembre de 2013

Dame más whiskey

Para ser sinceros, reconozco que estaba en un bache. Mi propósito a principio de curso era comenzar The Wire, cuyo peso de tercera mejor serie de la historia me repicó, pero acabó aperrándome súbitamente. Cualquier cosa me engancharía después de cinco capítulos de esperas en coches policiales de Baltimore, pensé. Gratamente para mi persona, no llegó cualquier cosa, llegó algo mejor, y ahora estoy pidiendo capítulos de Mad Men y revoloteando mi cola al estilo más canino.


Y yo, tan avispado que me creo para descubrir series que valgan la pena, conocí de su existencia a las seis temporadas de su germinación y de casualidad, gracias a @Jesulito_sanz, un compañero de clase, que si bien no me vaticinó correctamente con Hijos del Tercer Reich (un tostón histórico a la altura de La lista de Schindler), sí que tenía experiencia en esto de la temática Gatsby. Así que me fié y al día siguiente le di la razón. Tanto me entusiasmé que esa misma noche mi madrugada no merecía horas de sueño, sólo de maratón seriéfila, por lo que no le quité ojo a Donald Draper desde las tres hasta las nueve de la mañana. Sorprendentemente, no me dormí. Por fin mi entrenamiento de largas madrugadas en la NBA acudieron a mi rescate, pero incluso en esas ocasiones suelo dormirme a ciertas horas. Esta vez los párpados eran ligeros, no querían tumbarse y aparecí con ojos de búho bakala en la clase de las 11:30.

Y sin remordimientos, ¿eh?

Don, su protagonista, es un infiel al que la mayoría de las chicas terrenales adorarían. Me parece, o quizá sea porque soy chico y me dejo embaucar por su careto de puto amo con güisqui en una mano y cigarro en otra. No lo sé, en verdad, ya dudo porque creo que hasta me seduce a mí. La serie también. De hecho, a los dos capítulos ya tenía ganas de escribir sobre ella, ganas de toquetearla y sentirla. Uno no cree lo que ve hasta que lo toca, dicen, así que los síntomas prematuros fueron los del deseo. Oiga, como casi con toda mujer.


Sería estúpido no ponerse a fumar y beber, rellenar un vaso de licor al entrar a cada habitación o encender zippos como el respirar aunque no besaras ni a la cuarta parte de las chicas que Draper degusta. Y no me importa que se almacenen cantidades ingentes de ceniza ni tampoco quiero resolver la incógnita de por qué las gargantas de los protagonistas disimulan la aspereza de un acantilado por más nicotina que consuman, ni siquiera le doy importancia a los sostenes puntiagudos antimorbo que se pasean a menudo, porque no necesita ni sexo explícito ni pechos descubiertos para exprimir el erotismo que enciende al espectador.

Pero más allá de ello se encierra una lectura de la América más erróneamente idealista, consumida por un machismo evidente, reconocido y, sobre todo, bobo. La Nueva York de los años sesenta era una barra libre de libido y absurdos donjuanes camuflados de ejecutivos. Esta producción, que reafirma en su crítica que las mujeres son las criaturas más responsables y pacientes que pisan la Tierra, mete los dedos a la sociedad actual, igual o más cegada por el consumismo incipiente de hace medio siglo. Todo ello mezclado con alcohol, por supuesto.

Y me encanta, en parte, porque la trama está plagada de personajes enmascarados de identidades borrosas con una fuerza impecable para dotar de personalidad a la serie. ¿Que qué? Que cada personaje es refrescante, te sorprende, te engatusa, te cae mal/bien, te resorprende y al final te quedas con cara de tonto de baba colgando pensando que quieres más de ese barullo.


Aunque, eso sí, me niego a pensar que es el equivalente americano a Cuéntame cómo pasó (año arriba, año abajo). Lo que es seguro es que tiene menos laca, más licor de menta y un mensaje que sería impensable con Franco de pie: “Siéntate, fuma y espera a que pase la vida”.



Mi Twitter: @Ninozurich.


*Fotos tomadas de Oyster, Deviantart y Jewish Journal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario