Para ser sinceros, reconozco que estaba en un bache. Mi
propósito a principio de curso era comenzar The
Wire, cuyo peso de tercera mejor serie de la historia me repicó, pero acabó
aperrándome súbitamente. Cualquier cosa me engancharía después de cinco
capítulos de esperas en coches policiales de Baltimore, pensé. Gratamente para
mi persona, no llegó cualquier cosa, llegó algo mejor, y ahora estoy pidiendo
capítulos de Mad Men y revoloteando
mi cola al estilo más canino.
Y yo, tan avispado que me creo para descubrir series que
valgan la pena, conocí de su existencia a las seis temporadas de su germinación
y de casualidad, gracias a @Jesulito_sanz, un compañero de clase, que si bien no
me vaticinó correctamente con Hijos del
Tercer Reich (un tostón histórico a la altura de La lista de Schindler), sí que tenía experiencia en esto de la
temática Gatsby. Así que me fié y al
día siguiente le di la razón. Tanto me entusiasmé que esa misma noche mi
madrugada no merecía horas de sueño, sólo de maratón seriéfila, por lo que no le quité ojo a Donald Draper desde las
tres hasta las nueve de la mañana. Sorprendentemente, no me dormí. Por fin mi
entrenamiento de largas madrugadas en la NBA acudieron a mi rescate, pero
incluso en esas ocasiones suelo dormirme a ciertas horas. Esta vez los párpados
eran ligeros, no querían tumbarse y aparecí con ojos de búho bakala en la clase
de las 11:30.
Y sin remordimientos, ¿eh?
Don, su protagonista, es un infiel al que la mayoría de las
chicas terrenales adorarían. Me parece, o quizá sea porque soy chico y me dejo
embaucar por su careto de puto amo con güisqui en una mano y cigarro en otra.
No lo sé, en verdad, ya dudo porque creo que hasta me seduce a mí. La serie
también. De hecho, a los dos capítulos ya tenía ganas de escribir sobre ella,
ganas de toquetearla y sentirla. Uno no cree lo que ve hasta que lo toca,
dicen, así que los síntomas prematuros fueron los del deseo. Oiga, como casi
con toda mujer.
Sería estúpido no ponerse a fumar y beber, rellenar un vaso
de licor al entrar a cada habitación o encender zippos como el respirar aunque
no besaras ni a la cuarta parte de las chicas que Draper degusta. Y no me
importa que se almacenen cantidades ingentes de ceniza ni tampoco quiero
resolver la incógnita de por qué las gargantas de los protagonistas disimulan
la aspereza de un acantilado por más nicotina que consuman, ni siquiera le doy
importancia a los sostenes puntiagudos antimorbo que se pasean a menudo, porque
no necesita ni sexo explícito ni pechos descubiertos para exprimir el erotismo
que enciende al espectador.
Pero más allá de ello se encierra una lectura de la América
más erróneamente idealista, consumida por un machismo evidente, reconocido y,
sobre todo, bobo. La Nueva York de los años sesenta era una barra libre de
libido y absurdos donjuanes
camuflados de ejecutivos. Esta producción, que reafirma en su crítica que las
mujeres son las criaturas más responsables y pacientes que pisan la Tierra,
mete los dedos a la sociedad actual, igual o más cegada por el consumismo
incipiente de hace medio siglo. Todo ello mezclado con alcohol, por supuesto.
Y me encanta, en parte, porque la trama está plagada de
personajes enmascarados de identidades borrosas con una fuerza impecable para
dotar de personalidad a la serie. ¿Que qué? Que cada personaje es refrescante,
te sorprende, te engatusa, te cae mal/bien, te resorprende y al final te quedas
con cara de tonto de baba colgando pensando que quieres más de ese barullo.
Aunque, eso sí, me niego a pensar que es el equivalente
americano a Cuéntame cómo pasó (año
arriba, año abajo). Lo que es seguro es que tiene menos laca, más licor de
menta y un mensaje que sería impensable con Franco de pie: “Siéntate, fuma y
espera a que pase la vida”.
Mi Twitter: @Ninozurich.
*Fotos tomadas de Oyster, Deviantart y Jewish Journal.
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