No conocemos el terror absoluto hasta que te percatas de que
te han robado el abrigo en el pub. Los primeros cinco minutos acostumbran a
florecer por tu piel sudores fríos, como que te han sustraído una parte de tu
ser, y no aciertas más que a mover el cuello de izquierda a derecha por si en
alguno de esos barridos panorámico localizas un detalle de tu chaquetón. Qué se
yo, el estampado de cuadros de la capucha, los botones blanco nácar o esos
cuellos de los que se sirve tu pareja para tirar de ellos y besarte. Decides
investigar por el local en busca de cualquier pista que ahogue tu
desesperación, pero eres tú el que se queda sin aire poco a poco. Tu cuerpo no
permite otra reacción que salir y entrar del establecimiento, de mover los ojos
al ritmo de un ragatanga sin ningún fruto hasta que lo das por perdido. Son
momentos de luto. De desesperación. Y bajas la cabeza. Se te vienen a la mente los instantes compartidos con él, las noches de glaciación de las que te salvó
y todos los compartimentos que te hacían la vida más fácil. Ahí metías las
llaves, ahí la cartera, en el otro lado el cambio por la consumición. A lo
cinexin cutre, con sus rayas negras en los laterales y todo. La tristeza es tal
que planificas incluso tu próxima compra, como si fuera tan fácil restaurar esa
conexión tan calentica que os ha unido durante todo el invierno. Es tan complicado
olvidar a los que te abrazan en los peores momentos que fantasear con otros
atuendos te duele, lo asumes como una traición. Asumes que no volverá.
[…]
Las luces del pub están encendidas y te sientes solo entre
la muchedumbre. Incluso con frío deambulas mientras envidias a los que bajo el
brazo tienen algo que agarrar. Maldices los comienzos de la noche, cuando tú
único pensamiento pasaba por dejarlo en alguna que otra parte y expulsar los
calores que proporcionó. Te sientes aun más solo en la calle, siendo la oveja
negra sin ningún acompañante más, desorientado, desubicado y elucubrando sobre
si lo más apropiado hubiese sido buscar otra chaqueta más en el perchero. Pero
no es lo mismo.
A lo lejos se te vidrian los ojos. Se aproxima un estampado de
cuadros y nace esa pequeña llama que te enciende el corazón. Entonces
comprendes lo que es la Navidad. “Perdona, ese chaquetón es mío”, comentas al
individuo que lo sostiene, más por cortesía que dignidad. Lo vuelves a tener en
tus brazos. Lo abrochas alrededor de ti. Te sientes seguro otra vez y prometes
que jamás lo volverás a abandonar. Al menos durante el resto de esa noche.
Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de Observer.com.
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