Llevábamos tiempo detrás de una de las películas que más había sorprendido a la crítica en los últimos años. No encontrábamos hueco para verla y, entre unas cosas y otras, el destino nos ponía trabas: que teníamos que mejorar la suscripción a Movistar+, decía. Como si eso fuera tan fácil. De repente ayer recibí un mensaje de mi padre en el que me decía que había subido un escalón porque mañana (por hoy) quería ver en directo la final de Wimbledon entre Alcaraz y Sinner. A mí se me abrieron los ojos porque minutos antes de ese WhatsApp habíamos buscado nuevamente la posibilidad de reproducirla y otra vez más nos habíamos chocado con la realidad: a pagar más, majos. Por eso, este giro de guión que a veces nos depara la vida fue una gratificante casualidad, quizá de vez en cuando hay alguien que nos mira y escucha, además de actuar. Gracias, Alexa.
Una vez terminada La sustancia puedo recomendarla sin ningún tipo de duda y con la certeza de que será una película de culto, sin ser yo experto alguno en la materia y a pesar de tener un olfato neófito en estas lides. Tanto por mensaje, fondo y estética me parece uno de esos metrajes que no deben quedarse en el imaginario colectivo como una galería de vísceras sin ton ni son, a lo exhibición zombi de Braindead, más bien como una reflexión incómoda de la cosificación del cuerpo femenino en una de las industrias que más dinero mueve del planeta: la televisión. Funciona por su impacto visual y la fuerza del guión. Una vez estás presenciándola ni hay escapatoria ni puedes huir. Me pasé la película entre muecas de asco e impresión sin tener claro lo que mis ojos estaban consumiendo. Es un producto que merece una oportunidad pese a que la primera impresión nos incite a salir "escopeteados". Merece la pena.
La intención cobra más sentido incluso si tenemos en cuenta que Demi Moore, referencia durante muchos años de varios aspectos, se presta a una transformación tan gigantesca como increíble. La lucha interna con su otro yo (Margaret Qualley) ejemplifica el todo vale hacia el éxito, incluso a riesgo de la propia muerte. ¿Cuánto estás dispuesto a sacrificar? Esa pregunta que barrunta las mentes de los artistas, por encima de otras profesiones, se expande en un escenario tétrico y asqueroso, tremendamente efectista también. Pasados unos minutos desde su aparición, todo el mundo es consciente del simbolismo de la aguja de extracción del fluido y, segundos después, de sus consecuencias más inmediatas. Sin embargo, la mente humana es egoísta por naturaleza hasta la extenuación, literalmente. En pocas películas he tenido poco que decir mientras la visionaba, más allá de esas muecas sonoras, y me he obligado a ver y callar hasta el final.
Las escenas son asquerosas, por eso son tan potentes en el objetivo de traspasar la piel del espectador. Quiere llegar por la vía rápida al interior del espectador, traspasarle el mensaje de una manera cruda, difícil de masticar, y a la vez con la certeza de que nadie lo va a olvidar. Y no sólo uno, sino que hay infinidad de fotogramas que años después vamos a recordar anclados a nuestros recuerdos, como una espina que se nos clava con fuerza. Molesta, dañina y didáctica: aprendemos de ella cuando ya no está.
Se trata de un viaje por lo desconocido en el que no hay cinturón. Lo máximo que podemos esperar es agarrarnos bien a la butaca y al sofá, intentar no arrugar los ojos y pincharnos el alma. Es una película que te deja tocado y te quita kilos de encima en cuanto aparecen los créditos, por su peso emocional y crítico. Suelen gustar estas temáticas en Hollywood por el postureo de la época, aunque lo difícil es que lleguen aplicarlo en su día a día. Lo mismo necesitan otra dosis.
Mi Twitter: @Ninozurich*Fotografía tomada de 20 minutos.
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