No era consciente de lo que me estaba ocurriendo hasta que cuatro o cinco personas empezaron a sacar el ojo por la mirilla. Y a tocarme en el hombro. Y a decirme: "Oye, a ti te están pasando muchas cosas este año, ¿no?". Ahí me hizo un click la cabeza similar al de ponerle pelo a un Playmobil. En ese momento tenía —y tengo— una afonía importante que me lleva envolviendo con espinas una semana, acompañada de un picor de garganta tan agradable como comer lija. Me paré a pensar, pues es normal después de un viaje de 10 días a Lituania donde lo más sano que uno ha tomado ha sido el café de la máquina del alojamiento, sin contar los dos o tres litros de cerveza autóctona diarios que ingeríamos mientras cantábamos cualquier cántico de cualquier país que se nos pasara por la cabeza. Sí, puede ser normal, pero es que ya van demasiadas cosas consecutivas. Cosas, cosillas.
La afonía puede ser algo pasajero. O eso espero. Nunca he perdido la voz durante tanto tiempo y uno empieza a preocuparse de que la tos que también me persigue no ayude a sanar. A veces parezco un fumador empedernido y otras puedo mantener mi garganta intacta durante horas. Pero cuando llega, llega, y los pollos que suelto ya están tan criados que pían cuando se van por el sumidero. Se me cae una lagrimita cada vez que les veo, pero no por un sentimiento parental, sino por el esfuerzo de estreñido que uno hace para ponerlos en libertad. Una sensación horrible que me convierte el cuello en un vertedero de raspas.
Lo gracioso es que ya llegué a Kaunas tocado de alguna cosa. Hace un mes, en el viaje de Fuck Lisboa, la gracia del patinete eléctrico me costó una caída importante que, estando borracho, no va más allá que las risas en el suelo al lado de las vías del tranvía. A la semana, el dolor no había remitido y mientras escribo estas líneas llama a mis puertas como si supiera que le estamos nombrando. Es un dolor interior que no deseo que vaya a más y que me hagan una resonancia ya, pues la calidad de estas piernas no se puede volatilizar de esta manera ni tener este fin tan rastrero. Estoy tratando de recuperarme. El jueves tengo cita con el médico. Espero volver con mejores noticias.
"Muchas cosas este año, ¿no?". Hostia puta, pues sí. Y es que un par o tres semanas antes de besar el suelo portugués —yo ya estaba ensayando para el Mundial— casi se quema mi casa. La casualidad y el destino se dieron la mano para que yo fuera el único afectado físico de aquellas ventoleras de fuego y sauna improvisada: me hice una quemadura de primer grado un poco por encima del codo, que queda bien como herida de guerra posterior, pero que en su momento escocía como si un soplete me tocara constantemente. Unos 14 días de cuidados han permitido que no quede demasiada marca, aunque suficiente para recordarles el siguiente consejo: tengan cuidado con el fuego, suele quemar.
Con estas vicisitudes, de las que no quiero provocar pena, pues hay otros problemas mucho más importantes que lesiones sin importancia (muchas porque uno ya no es un chaval), ya casi no me acordaba que al inicio de verano debí estar en cuarentena porque un bichito se me coló dentro sin tener un origen preciso: a caballo entre las vacaciones en Cádiz y la boda en Granada lo consumí. Pero el covid se metió en mí sin que hiciera más efectos que la pérdida del olfato y el gusto. A decir verdad, yo no soy un aficionado culinario, pero jode comer cartón cada día. Uno se harta, ¿sabes? Eso sí, lo pasé peor con la segunda dosis de Moderna, con la que hubo un día en el que toda cama en la que me apoyaba la convertía en una piscina de sudor y frío postrero.
Quizá fue este último el desencadenante de todos los demás, cual maldición que te atrapa y no te suelta hasta que realizas 20 acciones de buen samaritano. También te produce una emoción perenne: ¿qué me pasará de aquí a fin de año? Muchas cosas. Seguro.
Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de Ciclosfera.
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