Uno siempre debe tener la mosca detrás de la oreja, con especial atención cuando se aproxima la fecha del cumpleaños. Soy poco de celebrarlo, de poner a nadie en un aprieto porque considero que puede molestar más que disfrutar, más si cabe en una ciudad como Madrid, en la que desplazarse a veces da tanta pereza que hasta se desechan planes por el tiempo dispensado en ir de un punto a otro. Pero oye, si son otros los que se encargan de la organización, no está nada mal. El único inconveniente (para mí) es que yo no tenía conocimiento alguno de que al abrir la puerta de mi casa iban a brotar cabezas en el pasillo sin ningún orden establecido. Estaba en una fiesta sorpresa y fui el último en enterarme.
Afortunadamente. Yo tenía un plan, que era dejar a los compañeros del trabajo borrachos en el bar más cercano a nuestra oficina mientras yo bebía tinto de verano todo el puto día. No por gusto, sino porque la cerveza podría subirme tanto que después no podría haber ido a recoger a Laura a la salida de su trabajo. Me sentí un poco estúpido con aquel vaso relleno tras otro sin esperanza alguna de que me nublara la vista, como así fue. Lo conseguí: se quedaron con las copas en una mano mientras con otra me despedían justo después de cantarme el "cumpleaños feliz". No había vuelta atrás, ya me dirigía hacia mi casa a pie, quizá con más sobriedad que antes de sentarme en la terraza. Misterios de la vida.
Yo, con total tranquilidad, llegué, me asee, recogí las sábanas que seguían tendidas después de que cayera la lluvia e hice hora viendo las redes sociales. Y me fui a por Laura, pues el plan que mencionaba con anterioridad incluía recogerla para cenar en casa de Javier Rodríguez Ruiz cuando este mismo señor abortó la situación con una llamada repentina: "Charo está resfriada, no podemos quedar". "Qué se le va a hacer, dile que se recupere, no pasa nada", fue mi respuesta, intentando disimular la decepción sufrida mientras se aplacan las ganas que uno tiene de ver a sus amigos y se ve privado en el último segundo de la felicidad. Para colmo, a Laura no le convencía la idea de cenar solos, cosa que me causó un estupor súbito. Algo grave tiene que ocurrir si ella, bien arreglada, descarta una salida nocturna. Había motivos.
Nos encaminamos a casa con el claro objetivo de cenar una ensalada e irse a la cama tan feliz como cualquier otra noche. Con poco éramos felices, pero al quitar el pestillo de la puerta y girar cuatro veces la llave fueron apareciendo voces discordantes y poco coordinadas que de manera intencionada buscaban sorprenderme insistentemente. Hay pruebas gráficas que así lo refutan y demuestran cuán fácil es dejarme con la cara colorada. No me gusta ser el centro de atención ni protagonista y una prueba de ello es que se me acelera el corazón cuando dos pares de ojos se posan sobre mí. No hubo, eso sí, una mayor ilusión que ver a Pablo allá, como si hacer un viaje de seis horas de autobús desde Oviedo fuera cualquier hobby de una tarde. Fue un esfuerzo y por ello en cuanto lo vi le esperé un más que sincero: "¿Pero tú qué haces aquí?".
Allí destacó dentro de una mezcolanza en la que se unieron varios amigos de diferentes índoles y que congeniaron a la perfección, que es uno de los mayores regalos que se pueden hacer cuando te secuestran la casa durante unas horitas. Este rapto mereció tanto la pena que me haría el loco por volver a repetir la experiencia una vez más. Aunque esté resfriado.
Mi Twitter. @Ninozurich
*Fotografía de cosecha propia.
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