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lunes, 10 de febrero de 2025

Boda de ahienas

Se casaban Palmira y Ramón. Ahiena. Se casaban Ramón y Palmira. Era la excusa. En nuestro interior no había duda de que les deseábamos lo mejor ese día y todos los que estaban por delante. Se casaban y al margen de la celebración había un aliciente que me llevaba quemando por dentro varios meses, desde poco después de que se conociera la noticia: nos juntábamos todos de nuevo.

Hace tiempo pensaba que la vida laboral en Madrid tenía más idas y venidas que uniones. La capital te fagocita de tal manera que no paras de conocer a personas transitorias en tu vida, aquellas que te acompañarán durante un corto período de tiempo, por lo que son prescindibles. Es duro reconocerlo, pero no tengo relación con los compañeros que conocí en Primark o en la Fundación CODESPA. Y no me pesa, me dan absolutamente igual. El paso de personas es una característica más de esta ciudad tan impersonal que sorprende en cuanto algún rayo de luz asoma entre días de oficinas, monótonos y aburridos.

En los casi seis años que acumulo en esta empresa he vivido todo lo contrario, quizá porque no queda otra que llevarse bien con los especímenes con los que tienes que compartir jornadas recurrentemente. Me inclino por convencerme a mí mismo de que son bellas y gratas personas, aunque a veces el cuerpo me pida censurarlos (Murciano, va por ti). Desayunos, comidas y varias salidas con cervezas de por medio no pueden caer en saco roto. Tampoco el fin de semana en Malpartida de Plasencia, que marcó un antes y un después en nosotros y, sobre todo, en el costado de Josam. El roce me encendió una bombilla en el cerebro: al final van a ser buena gente, al final me reconfortan, al final me lo paso bien con ellos.

A pesar de que el camino en el mismo trabajo no siempre es el mismo y sufre modificaciones: algunos cambian de departamento, otros buscan diversas inquietudes o encuentran mejores condiciones. Esto no ha mermado el interés por seguir quedando. No suele haber pereza, lo que es un indicativo evidente en la capital de que si uno quiere, puede. Y si uno hace, también. Por eso, la boda, que nos hinchaba de regocijo, era una nueva oportunidad para reunir todos los restos del Banco Santander que nos hemos ido esparciendo por la locura madrileña. Además, vernos con nuestras parejas y con la incógnita de cuán guapos íbamos a presentarnos —casi todos— era una de esas entrañables llamitas que crecían dentro. Vamos, que estábamos motivadísimos con que llegara el gran día. No nos vamos a engañar.

Así las cosas, todos reunidos en el Antiguo Convento de la Encarnación de las Carmelitas Descalzas aparecimos con tremendo flow los susodichos. Con un cielo despejado y una temperatura estupenda, lo más cercano a un día perfecto era el aroma que desprendía Álvaro, siempre impecable. La entrada de Palmira a la ceremonia confirmó dos verdades absolutas: una, que Silvia iba a soltar unas lágrimas antes siquiera de que la novia pisara el templo y otra, que por mucho que Palmira fuera radiante con un vestido tan original como precioso no iba a dejar de ser Palmira. Con una risa nerviosa miró al frente, vio a su Ramón al fondo con el corazón encogido, y espetó: "Bueno, vamos allá". Fueron sus últimos pasos antes de iniciar una vida feliz.

Todos sabíamos cómo es la mejor manera de inaugurarla: comiendo. Después de ver a dos amigos casarse, llenarse el buche es uno de los mejores homenajes que podemos hacerles. Allí voló el jamón cortesía de Alba —en ese momento todo eran risas—, el queso, la fusión del foie con chocolate, el pulpo, las hamburguesas y todo lo que uno imaginara antes de la comida. Empezamos a darnos cuenta de que nos entusiasmaba estar todos juntos cuando vimos a los dos asomados al balcón y darnos sus bendiciones. Estaban vivos, habían sobrevivido a la firma. Ya no había vuelta atrás, por lo que estábamos autorizados para devorar todo lo que nos encontráramos a nuestro paso. Así fue, no decepcionamos.

No dejamos nada en los platos, ni la ensalada de salmón ni el excelso medallón ni la tarta árabe ni siquiera las delicias del convento con sabor a piruleta. Todo estaba tan riquísimo que fue fácil pedir morreos al recién matrimonio, entre otras cosas, porque a Ramón se le notaba en la cara que quería pasar la lengua a pasear. Ahí no miré. Para entonces todos estábamos flipando por los retratos de los que fuimos objeto, maravillosos, y muy optimistas en algunos casos como el de Hernán, encantado de conocer a su hermano guapo. El chupito de pacharán fue la señal idónea para que empezara el bailoteo y la barra libre, para lo que Coral debía aglutinar reservas suficientes de cerveza en el corto trayecto desde el salón hasta la pista de desenfreno. Por si acaso se le iba el gas a las cañas.

Allí la locura tenía nombres y apellidos: Josam Meléndez Jayo, un absoluto animador, un titán, un líder del perreo, una leyenda que anima hasta a las baldosas, las mismas que Tere decidió abrazar en determinado momento de la noche con la ayuda de Dani. Alfonso hubiera estado orgulloso de su mujer. Para ese instante casi todos los allí personados sabían que Laura era jefa de operaciones del banco sin importar que fuera a nivel local, regional o nacional. Nadie más hacía preguntas sobre su puesto: estaban acojonados. Hasta el hombre de pelazo platino con seis SLs y una SA que vivía en una casa con vistas al mar. Yo sólo estaba pensando en meterme cuatro chorizos a la boca en la recena de lo buenos que estaban. Igual que cuando el Carlista pamplonica apareció para, entre balbuceos, defender a su legítimo heredero. Allí no se salvaba nadie, ni su mujer, que se tiró una copa encima por querer saber la hora.

Mientras aparecía o no el bolso, se me cayó el mito de Magda. Una polaca con frío, salió defectuosa. Por el contrario, Ainoa no conseguía hacer entrar en calor a su novio, Sergio, que es un hombre de mi calaña: con poco movimiento y, cuando lo tiene, descoordinado. A veces pienso que es mejor que no se nos vean las costuras y luego veo a Josam y Álvaro para que me bombardeen recuerdos de Medias Puri. Así es imposible no bajar el culo por ellos o a los pogos de Murciano —estilo Villaverde— para acabar mojados o con algún moratón. Teníamos que entretenernos, ya que Irene no nos dejó ver el derbi madrileño, aunque de reojo Hernán tenía el partido en el bolsillo. Que yo lo vi.

Sufrí —sufrimos— por la integridad de Ramón. Varias veces. La primera, porque Murciano lo cogió de abajo y el pobre parecía un muñeco hinchable de los que ponen en los campos de fútbol. No sabemos si iba hacia adelante o hacia atrás, pero al final se produjo el combate gitano con Palmira a los hombros de Hernán y su capa de brillos inagotables. Con ella o conquistaba el mundo o era la Estatua de la Libertad. La segunda vez que Ramón casi se pega una piña teníamos a Maceo Plex de fondo y a la primera levantada de los tíos casi da una voltereta con complejo de mortal. Esa música tiene algo diabólico: siempre pasan cosas.

Allí sólo había dos personas responsables: María y yo. Los que nos teníamos que poner de vuelta al volante para que los demás pudieran desinhibirse y, en algunas fases de la tarde, levantar las mesas en busca de un iPhone perdido. Al final apareció en un lugar distinto a la barra, donde Laura peinó hasta el último rincón entre las botellas de destilados y refrescos. Fue una maniobra inútil, ni eso le valió para entrar en el Top5 de Dani, que sólo tenía ojos para el camarero que le ponía la copa exacta sin mediar palabra. Eso sí fue poder.

Como lo era cubrir una cama de billetes. Supusimos que eso era el sueño de Palmira y Ramón, por lo que les obsequiamos con un sobre petado de dinero, con tantas gomillas como claro símbolo de nuestros orígenes pueblerinos. Es lo que hay, no haberse casao, los 5 euros también tienen el glamour para ser protagonistas de un evento de tales magnitudes. Diners y amor en el lecho nupcial, no se me ocurre mejor broche a una boda en la que también se lanzaron ayukens intermitentes.

Desde que hace unos años se intercambiaron el calzado no se podía anticipar bajo ningún concepto que la cosa acabaría un 8 de febrero de 2025, aunque si alguien lo hubiera acertado ninguno habríamos dudado de que ambos se mantendrían fiel a sus principios de tonterías y cachondeo. Por eso los queremos, porque se mantienen iguales en todos los escenarios posibles. Ya sea lanzándose agua con pistolitas o en pleno altar. Una pareja que son tal para cual. Nosotros la hemos padecido, con gusto.

Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografías propias de los allí asistentes.

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