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martes, 1 de julio de 2025

Un remanso sin nombre

Compruébese que no son frecuentes mis escarceos entre páginas de libros donde las aventuras se suceden sin que nadie promueva pausa. Lo cierto es que esta invalidez no me imposibilita disfrutar de algunas de las historias que felizmente configuran el crecimiento de la literatura castellana, como lo es sin ningún tipo de recelo la obra que vio alumbrar los primeros pasos de la década de los 70 mediante la pluma afinada y anacrónica de Ana María Matute, para mí antes desconocida hasta que su verborrea medieval —que bien podría confundirse con cualquier sonoridad juglar— me incluyó entre sus fieles tras degustar La torre vigía y sumergirme, como nunca antes la había vivido, en una caballería bien distinta.

La dificultad en la confección de expresiones más antiguas que propias de nuestro tiempo es notoria, tanto que tras un párrafo de intentos de imitación comienza mi cerebro a acusar cierto oxígeno y ausencia de ingenio. No es tan propicio ni fluido la mecanización de fórmulas que me hagan pasar por un noble erudito de la época de señores feudales y autoritarismo puro. Lo mío no son términos que blanden espadas en monturas de caballo, sino palabruchas que intento anexionar a primarias ideas y que aun así no logro camuflar la inoperancia de mis sentidos. Existen intentos más cercanos que otros, si bien ninguno de ellos puede siquiera apuntar a la suela de los hechos contrastados de Matute, auténtica experta de cómo no sólo no hacer el ridículo, también de enseñar excelencia.

Acostumbrados muchos de los que habitamos en estos tiempos a consumir breves e inmediatas imaginaciones —y bastantes adaptaciones— en todo tipo de pantallas, se antoja un ejercicio alejado y aburrido por la mayoría detenerse frente a un escenario dactilar e inamovible. Lo que se toca no se mueve, extraordinaria cualidad que convierte a los libros cada vez más en asqueadas herramientas para el inmenso público e incomprendidas criaturas en manos desgastadas por el scroll. He ahí una de las salvaciones que bien se pueden atribuir a esta concatenación de páginas: la pausa súbita entre las paredes del frenetismo y la impaciencia. Al menos así me lo ha parecido la obra de la susodicha escritora.

Refiérase no únicamente a la idea de leer, pues va más allá: viajar a siglos anteriores donde la supervivencia era suficiente entretenimiento. Si uno se mostraba más atento al reel de turno acababa con una lanza y dos orificios en su garganta. Merecidamente. La época de caballeros no ofrecía tiempo siquiera para un TikTok. Sin embargo, no se caracteriza La torre vigía como una constante batalla de egos —no tanto— y más bien como un viaje interior de su protagonista, quien no necesita nombre para enganchar al lector con sus desdichas y su propio crecimiento, desde una infancia poco afortunada hasta una madurez, si se le puede llamar así a la edad que va de los 12 a los 15 años, repleta de contradicciones, enigmas e inseguridades. También de miedos.

Por momentos el remanso que se experimenta es un simple juego hacia la sucesión de vivas experiencias que sin ser previstas provocan un terremoto instantáneo. Uno no se puede confiar, en otras palabras, y el simple hecho de pasar una página puede acabar abriendo la puerta hacia el amor, la muerte o la venganza. Toc, toc, ¿qué tocará ahora?

Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de Librotea.

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