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jueves, 26 de noviembre de 2015

Como agua de madrugada

La perfección debe de ser aburridísima. Estamos hechos para equivocarnos, a veces hasta adrede, por aquello de experimentar el error y poder subsanarlo (en el matrimonio, hablaríamos de reconciliación). Hay que fallar. Ser perfecto incluye la nefasta rutina de llevar razón siempre y caes en riesgo de parecerte al amigo que rebate teorías moleculares al graduado en Química. Caes en riesgo de ser pedante y de que tu vida no goce de la suficiente aventura para errar. Uno no tiene que deprimirse si no tiene respuesta para todo o no es capaz de consolar a la chica que le gusta. Lo importante es admitirlo. A nadie le gusta sentirse inferior ante el don de encontrar solución a cualquier problema planteado. Desconfío de los que tienen contestación a todo, sospecho que no tienen la más mínima idea de nada, que sólo quieren aparentar o, peor aún, que quieren quedar bien.



Las personas detestamos ser inferior a otro individuo. O al menos notarlo. Y a veces hay que actuar. Se escenifica fácilmente con un puñetazo en el morro del susodicho que nunca te da la razón y siempre añade un dato más a tu intervención, como si se creyese el único con la potestad de aprobar o declinar tus razonamientos. En esas ocasiones imagino a qué se reduciría su rostro en el caso de liberar toda mi furia. ¿Qué tal viviría con una paleta menos el resto de su vida o si podría ser igual de prepotente con el labio partido? Esto me ayuda a sosegar los nervios, aunque hay ocasiones en las que la mejor terapia es ser sincero e intentar abridle los ojos. "Oye, madura, asume que no siempre tendrás la última palabra". La reacción que recibo, generalmente, es el insulto, fruto de la impotencia. Nadie es perfecto.

Les voy a ser sincero. Yo cometo errores. Sí, así es. Os pondré el conocimiento de el mayor de los fallos con los que me concibieron: no puedo pasar una noche sin una botella de agua en la mesita de noche. Me sucede algo curioso, que posiblemente tenga una explicación mental que aclare esta angustia interior. Dadas mi dificultades y las limitaciones temporales de mi día a día, me es imposible graduarme en Psicología —mucho menos recompensar económicamente a un profesional por su diagnóstico—, por lo que me conformo con el desahogo y la comprensión que me brinda el mundo interactivo, es decir, ustedes, amigos construidos a base de píxeles. Consigo sobrevivir a la noche con una botella de agua a mi lado, incluso evito hasta beber porque no tengo la necesidad; sin embargo, en el momento de que soy consciente de que carezco de ella, instantáneamente mi boca se convierte en un terreno árido que demanda líquido a mansalva. Todo está en la mente.



El problema se acentúa en mitad de la madrugada, cuando eres consciente de que no estás acompañado. Debes bajar las escaleras o sortear los muebles del pasillo (dato importante: a oscuras) para alcanzar otro de esos envases que te dan la vida. Con suerte, habrá un pack esperándote. Sin suerte, morirás en mitad de la cocina (posiblemente, sobre migas de pan, que son un puto incordio cuando te las clavas). Centrémonos en el que consigues mojar tus labios y experimentas el deleite puro en tu boca. Esa sensación es estupenda.

A veces tenemos que darnos de morros para experimentar algo fantástico. Si fuéramos perfectos jamás despertaríamos en mitad de la noche.

Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotos tomadas de Snappy Pixels y Giphy.

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