Páginas

sábado, 22 de febrero de 2020

Tú puedes, viejo

Acabo de adentrarme en la literatura de Ernest Hemingway con los ojos cerrados y una única referencia: el abuelo ha viajado tanto que sabe de todo. Me enteré de que había estado en los sanfermines y de pronto entendí que todo lo que tuviera que contar el individuo debía de estar salpicado, al menos, de prudencia, porque no hay forma alguna de enriquecerse que visitando otros lugares, escuchando y aprendiendo. Esa es parte de la humildad que he conseguido olfatear en El viejo y el mar, una de las obras referente de la literatura universal. Me ha costado, pero he logrado acostumbrarme a la ternura de Santiago, el protagonista del relato, viejo, magullado por el tiempo y por el mar. Lo he imaginado en cada página con los ojos hundidos en tristeza y abiertos a la esperanza, como si sólo conociera la insistencia para afrontar el devenir.


Hablar de la edad suele atraer a la nostalgia y desprende pena, sobre todo si miramos a aquellos que tienen más arrugas que nosotros. Es una sensación extraña y profunda. La comparo con entrar al vacío, donde no hay nada, ni sentimientos ni sensaciones, y mi alma parece flotar inerte, en blanco, a la vez que mi cuerpo se angustia. Es inevitable. No hemos conseguido frenar las agujas y por ese temor nos incomoda pensar en nuestros mayores: les queda menos tiempo. Los años de Santiago son un recurrente durante todo el texto, un recuerdo constante al lector de que sus fuerzas aminorarán y sus manos llenas de callos podrían fallar. Su buen humor ante la resignación favorece que, a ojos del que lee, sienta afecto por aquel pobre hombre que no ha pescado en 84 días.

Es la clave que implanta Hemingway y de cualquier autor que desee acuñar una buena obra: la identificación del lector. La lucha contra el gran pez (dos días y dos noches), la persistencia aun con el cuerpo lastimado y la paciencia del anciano hacen inviable enojarse por sus artimañas. Uno ve a Santiago desvanecerse, deshidratarse, malcomer y sobrevivir en mitad del océano, lo que a buen seguro es un terrible asesino por su imprevisibilidad, y sólo un pensamiento aparece por nuestra mente: tú puedes, viejo. Incluso él mismo, en conversaciones con su yo racional, alcanza a analizar la situación desde una perspectiva realista ante las vicisitudes que se le presentan. "Es un pez demasiado grande para ti", "si estuviera aquí el muchacho", "no estás despejado", etcétera.

Sin embargo, el orgullo y la necesidad provocan que el pescador logre el objetivo y, aun con pena, pues ese enorme ejemplar al que califica de "hermano" le hizo sufrir más de 48 horas, siente felicidad en cuanto lo amarra al bote. Se ilusiona y predice la venta de cada libra. Lo peor está por llegar, para mal de todos: los tiburones siguen el rastro de sangre y Santiago no puede contener a las tandas de los depredadores. Consigue matar a varios, pierde armas y termina llegando a la orilla con el único botín de la resignación, junto con las espinas del monstruo machacado. Sólo le queda aventurarse en su casa y conformarse con el mayor tesoro en esos momentos: su cama.

Manolín le espera entre lágrimas después de su extraña desaparición. Jamás, mientras esté en su mano, le volverá a dejar en compañía de la soledad.

Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de La carretera literaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario