Acabo de terminar uno de esos libros de los que todo el mundo te meten miedo cuando eres un crío. La gente cierne sobre ti un manto de incapacidad, como si fueras mongolo o representaras una manifiesta indolencia, a la hora de presentarte la obra: tiene muchos personajes, es demasiado denso, a Gabo le entusiasma el rococó, etcétera. Te abruman desde el principio, lo que te lleva a pensar que no quieren que lo leas para colgarse ellos la medalla de que sí lo terminaron. Lo cierto es que recordé ese agobio cuando leí el primer capítulo, del que no me enteré de un carajo. Sobre mi cabeza revoloteó la idea de dejarlo. De hecho, me causó tal impacto que leí dos capítulos en tres semanas de cuarentena, preso por escalar una montaña demasiada alta para mí, hasta que decidí ponerme en serio a leer "Cien años de soledad".
Y no me arrepiento, por supuesto.
No obstante, me cuesta arrancar a leer libros y puedo debérselo a mi personalidad cuadriculada. Quiero tenerlo todo ordenado desde el primer momento, saber quiénes son los personajes protagonistas para empezar de forma fluida la lectura y no me paro a pensar que una de las atracciones es saltar al vacío sin saber lo que te vas a encontrar, con la panza por delante y los brazos abiertos, dispuesto a recibir bofetadas impredecibles y abrir los ojos de placer tras el punto final. Se supone que ese es el placer de leer.
Pero estaba asustado, coño, de no entender una mierda con casi dos capítulos digeridos. Hasta que fui cogiendo cadencia, comprendiendo los lazos familiares hilvanados por el autor y asimilando el sentido de la historia. García Márquez no lo pone fácil y admito que la intención del propio colombiano, más allá de construir un relato, es establecer un juego de resistencia con el lector, quien a veces debe pararse a pensar si este Aureliano es aquel que recuerda o se trata del hermano del otro Arcadio, quien podría ser abuelo, padre o hijo. Con frecuencia lo imaginaba emitiendo una risa diabólica mientras elucubraba una nueva pirueta literaria con la que enmarañar el cerebro del lector. Y esto me resultaba divertidísimo, pues me ponía a prueba: me satisfacía si acertaba en mis ecuaciones mentales y me frustraba si no era así. Otra manera de hacer literatura.
La mortaja que teje García Márquez de forma tan fina la convierten sin discusión en una obra de culto y entiendo perfectamente las valoraciones a lo largo de los años. Nadie duda de que se trata de un preciosista de la descripción y cuya imaginación está fuera de los parámetros normales, por eso me asombró gratamente la introducción del humor entre las líneas, que aligeran el ritmo de lectura y ayudan a alegrarse el alma. Chascarrillos que no se ven venir en un clima de solemnidad que redoblan el efecto de gracia. Estaba habituado a que Gabo apuntalara los capítulos brillantemente para que el remate desprendiera un martillazo de reflexión en la última palabra, cosa que también reconozco en dichas páginas, pero he descubierto su afán —también su desafío— de desesperar al lector mientras lo coge de la mano: los personajes son numerosos y las confusiones frecuentes, pero siempre halla la manera de reubicar la familiaridad del protagonista para también reubicar la cabeza del lector, quien sin parar demasiados segundos vuelve a señalar con firmeza el lugar que ocupa en el árbol genealógico de la familia Buendía en Macondo.
Me acabo de detener unos minutos antes de continuar con el texto con la idea de seleccionar algún personaje que me haya atraído sobremanera, pero en cambio recuerdo con más intensidad las emociones que me despertaron ciertas escenas que la personalidad del propio protagonista en sí. Recuerdo el desgarro de ese suceso, la risa de tal hecho, la pena que me provocó ese capítulo, la picardía de uno de los finales o la resignación que trasladó a mi mente ese destino. Son tantas las casuísticas narradas y están tan bien hiladas que lejos de atiborraros con información os insto de manera entusiasta a que viváis vuestra propia experiencia y después la compartamos.
Puede ser el libro que más me haya satisfecho de los que haya engullido, sobre todo por la probable identificación que uno vea reflejada en este, aquel o en el otro, vivencias de hace un siglo y que continúan siendo iguales hoy en día. Porque los sentimientos no cambian de forma con los años. Somos nosotros, los seres humanos, quienes nos afanamos en esconderlos.
Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de la versión ilustrada de Luisa Rivera.
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