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viernes, 15 de mayo de 2020

El mismo cretino de siempre

Empiezo estas líneas sin tener la certeza de haber entendido el propósito de El proceso, de Franz Kafka. Creo que sí, pero no estoy seguro, pues desconozco si este libro inacabado e interrumpido puede arrojar intención alguna. O puede que sí. Quizá esta ambigüedad creada en el lector es uno de los valores por los que se tiende a ensalzar esta obra, más allá del valor automático que se le atribuye por ser de índole póstuma.


Su lectura es de fácil digestión, por ello no tengo problemas en lanzarme a la piscina de las elucubraciones. Desconozco, eso sí, si a continuación encontraremos una muestra más de mi ignorancia literaria o si, por el contrario, es posible que de vez en cuando se encienda la bombilla de la genialidad. No es que albergue demasiadas esperanzas en la segunda opción, pero así me convenzo de que escribir un texto sobre lo escrito en otros textos me acerca de forma mínima a aquellos que ya han escrito dichos textos. Es una mera ilusión.

Decantémonos, en este mar de dudas, por el camino más fácil: la novela está inacabada y por tanto, inconclusa, por lo que no se pueden extraer excesivas deducciones sobre su final. Faltan datos, experiencias y referencias para construir una moraleja. No es que yo sea tonto, es que quizá no haya nada que escarbar porque, efectivamente, no exista. Fin de la cita.

Sin embargo, en esta atractiva —para mí— filosofía del absurdo, con algunos pasajes dignos que podrían anteceder al realismo mágico, subyace la severa angustia de Josef K, quien es despertado una mañana y acusado de unos hechos desconocidos. Desde ese instante, el protagonista y el lector van de la mano en una defensa casi obsesiva a partir del desconocimiento. No hay aclaraciones, al contrario, pues capítulo a capítulo se bifurcan los caminos existentes y se añaden más posibilidades. Todo se enmaraña de tal forma que resulta inviable desenredarlo ante la probable consecuencia de que a cada puerta abierta le seguirán más y más inexactitudes. La lectura entonces se convierte en un juego impreciso que genera más y más curiosidad en quien lee: una apuesta arriesgada que se sobrelleva gracias a una escritura desenfadada. Uno casi no se cansa.

Bien, ¿pero realmente se puede deducir el mayor enigma de la obra, esto es, por qué K es llamado por un tribunal etéreo? Se puede intentar, al menos, aunque quedemos lejos de alcanzar la certidumbre plena. Resulta significativa la rigidez de K, un hombre, gerente de un banco, cuya personalidad no queda perturbada con el transcurso de los episodios: continúa siendo, con apenas 30 años, una persona arrogante, a veces maleducada e incluso interesada, una coraza que resulta frágil ante cualquier estímulo que se le presenta. Esto es, a lo largo del proceso se halla frente a distintos personajes (el abogado, la criada, el pintor, el sacerdote, el comerciante, etcétera) que le suscitan tremenda fascinación por creer tener vínculos con las figuras judiciales, por pequeños que sean, y así abrirse la posibilidad de esclarecer su caso. Es débil ante estímulos que, en definitiva, no conoce. Es débil, se deja llevar. No obstante, ninguno de los encuentros que le ilusionan terminan por resultar certeros, por lo que se asienta la sensación de desamparo.

Su muerte, recreada de manera repentina y acaecida en un momento de hastío, resulta impactante porque la sentencia de la obra no induce de manera perceptible a ella, a pesar de que la culpabilidad y la condena son el camino más probable. Es un final —si es que es el final— trágico y excesivo. ¿De verdad merece la muerte? ¿Quién le ha juzgado? ¿Alguno de los personajes con los que ha compartido conversación se trataba de un miembro del tribunal supremo, de la Ley? No lo sabemos.

Por eso sólo podemos esbozar algunas de la razones que conducen a ello. Yo encuentro puntos de ligera acusación, como el comportamiento de K por su posición laboral y estatus social. Esa condescendencia y pobre empatía le llevan a no ser un ejemplo para la sociedad. Las estancias judiciales, escondidas, espían a quienes consideran y le inoculan indirectamente una reflexión personal que de no verse en peligro jamás habría puesto en práctica. Es este comportamiento durante el proceso y su evolución lo que les hace merecedores de su absolución o no.

Y Josef K, pasara lo que le pasara, seguía siendo el mismo cretino de siempre.

Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de RTVE.

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