A veces cuando encaro un libro tengo el miedo de no ser lo suficiente inteligente para entenderlo, entonces opto de forma inmediata por el camino recto: es culpa del escritor. Lo cierto es que durante esta semana me he zampado las más de 600 páginas de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, y tengo la sensación de que el esfuerzo ha sido en balde. No he terminado en ningún momento de enganchar con la historia que transmitía, rozando en ocasiones la desconexión completa y la incomodidad.
Puede ser que también sea mi culpa.
Decidí apostar por un libro de un autor que desconocía, por aquello de no aferrarme a los clásicos de siempre, de los que hay altas probabilidades de quedar satisfecho, pero creo que me equivoqué. Roberto Bolaño no es para mí o, simplemente, no entendí la intención de sus palabras, a veces caóticas y reiterativas. La estructura de las tres partes de las que consta el manuscrito me resultó insustancial para poco más que dar profundidad a los protagonistas. Sobre todo a Arturo Belano y Ulises Lima, sin duda sobre los que gira por completo el relato. Ambos protagonistas, sin embargo, no me despiertan ni la más mínima empatía, ni siquiera como antihéroes. No llegan a eso. De hecho, son odiables.
Calculo que unas 400 páginas son prescindibles. Me siento un soberbio clamando con tal autoridad ante una obra que ha recibido tantas menciones especiales, premios honorables y críticas de especialistas, pero no he conectado con la virtud de la lectura que es imaginar y disfrutar. He ido con el freno de mano puesto, con dudas sobre lo que el propio autor quería transmitir y confuso sobre lo que yo mismo entendía. Su estilo tampoco es algo que me haya entusiasmado. Como cuando quieres apartarte del caminar de una persona e inconscientemente los dos repiten los mismos movimientos, incapaces de continuar.
Además, uno tiene que intuir durante todo el texto qué significa el realismo visceral, que entiendo que esa sea lo que promueva el creador, pero resulta molesto desentrañar las conversaciones sin rumbo de los poetas veinteañeros. Tan sólo las anotaciones del diario de Juan García Madero despiertan cierta personalidad atractiva, sus pensamientos y sus vivencias. También sus cogidas.
La presencia de Cesárea Tinajero es un eje del libro sin que entienda por qué. No logro justificar la importancia de su personaje de no ser por el morbo de su desaparición.
Pido perdón a quienes entiendan más de literatura, discúlpenme quienes intuyan esta pésima reseña como inculta. Sé de mis carencias, no las oculto. Intentaré mejorar, lo prometo, pero algún día me tendría que encontrar con algo que no me agradara.
Mi Twitter: @Ninozurich
*Fotografía tomada de Blogspot.
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